MAXIME, Annette: Le mystère du phare, colección Maxilire, Editorial Longman
DORION, Christiane: Le carnaval de Québec, colección Satellites, Editorial Longman
RAINGER, Amanda: Mission accomplie, colección Satellites, Editorial Longman.
MAXIME, Annette: Le mystère du phare, colección Maxilire, Editorial Longman
DORION, Christiane: Le carnaval de Québec, colección Satellites, Editorial Longman
RAINGER, Amanda: Mission accomplie, colección Satellites, Editorial Longman.
ARNAUDIES, Brigitte: Les fils de Nasreddine, colección Lire et Découvrir.
BOUGARD, Marie Thérèse: Vacances en Ardèche, colección Satellites, de la editorial Longman.
MAXIME, Annette: La surprise, Editorial Longman, Colección Lire et Découvrir.
Capítulo primero
1. Acaso exista, en Roma, algún lugar tan atractivo para cierta clase de personas como en París los alrededores de San Sulpicio; pero yo no he estado nunca en Roma.
Sube uno por la calle de Rennes, desde Saint Germain. Allá abajo, en la esquina, frente a la iglesia, queda la terraza de «Aux deux magots», y, en la terraza, tipos de esos del bulevar, herederos de los que hace más de cien años pintaban Gavarni, Daumier y Benjamín. Los tipos del bulevar son como cierta clase de peces o como los aeroplanos, de reducida autonomía, que puedan pasar, pasear y flanear dentro de un espacio ampliamente acotado, más allá del cual no se arriesgan, o lo hacen con timidez, quizá con miedo. Es curiosa la cobardía inconsciente de estos tipos -profesionalmente osados- cuando caminan por las calles de los burgueses. Ellos, cuya razón de ser es la extravagancia, se encuentran limitados por ella, constreñidos, prisioneros. Dentro de su barrio pueden hacerlo todo; fuera de él, les está vedado lo que un hombre o una mujer vulgarmente vestidos tienen a su alcance. Cuando, por estas mismas calles, Baudelaire exhibía su cabellera verde, gozaba de mucha más libertad. La cabellera verde de Baudelaire era un insulto dirigido, en general, a los burgueses que hallaba en su camino, y a su padrastro, hombre respetable, en particular; pero, desde aquellos tiempos, los burgueses han cambiado mucho, sobre todo en sus relaciones con la extravagancia. Ya no la sienten como un insulto: la dejan pasar, y quedan pensando entre sí que, después de todo, ciertas clases de atuendo usadas en el barrio de más abajo no dejan de tener sus ventajas en la estación veraniega.
Las proximidades de San Sulpicio son como una especie de pasillo para los extravagantes de Saint-Germain a causa del Teatro du Vieux-Colombier. Transitan por sus proximidades mezclados a los curas que van y vienen, que entran y salen en las librerías religiosas y en las tiendas de casullas. No es corriente que nadie se acuerde de Manón. En realidad, a Manón sólo la recordamos los extranjeros aficionados a la literatura antigua, y alguna que otra sol-
(Gonzalo Torrente Ballester: Don Juan, Barcelona, ed. Destino, col. Destinolibro, nº 14, 4ª ed., 1983, pág. 15)
El látigo de Dingo hablaba seco, como un relámpago negro. Estaba lloviendo desde el amanecer, y eran ya cerca de las seis de la tarde, tres días antes del Miércoles de Ceniza. El agua empapaba las crines del viejo caballo y el carro del titiritero rumoreaba sus once mil ruidos quemados: sonrisas de caretas y pelucas, bostezos de perros sabios y largos, muy largos lamentos sin voz.
Todo esto lo presentía Dingo desde el pescante como un cosquilleo en la nuca. Porque allí, dentro del carro pintado a siete colores, yacían el viejo baúl de los disfraces, el hermano mudo que tocaba el tambor, y los tres perros amaestrados, todos dormidos bajo el repique del agua.
Acababan de asomarse a la comarca de Artámila, en un pleno carnaval sobre la tierra indefensa. Artámila era poco agradecida al trabajo, con su suelo y su cielo hostiles a los hombres. Constaba de tres aldeas, distantes y hoscas una a la otra: la Artámila Alta, la Baja y la Central. En esta última -llamada también la Grande- estaban emplaza-[...]
(Ana María Matute: Fiesta al noroeste, Barcelona, ed. Destino, col Destinolibro, nº 106, 2ª ed. 1982, pág. 9)