El látigo de Dingo hablaba seco, como un relámpago negro. Estaba lloviendo desde el amanecer, y eran ya cerca de las seis de la tarde, tres días antes del Miércoles de Ceniza. El agua empapaba las crines del viejo caballo y el carro del titiritero rumoreaba sus once mil ruidos quemados: sonrisas de caretas y pelucas, bostezos de perros sabios y largos, muy largos lamentos sin voz.
Todo esto lo presentía Dingo desde el pescante como un cosquilleo en la nuca. Porque allí, dentro del carro pintado a siete colores, yacían el viejo baúl de los disfraces, el hermano mudo que tocaba el tambor, y los tres perros amaestrados, todos dormidos bajo el repique del agua.
Acababan de asomarse a la comarca de Artámila, en un pleno carnaval sobre la tierra indefensa. Artámila era poco agradecida al trabajo, con su suelo y su cielo hostiles a los hombres. Constaba de tres aldeas, distantes y hoscas una a la otra: la Artámila Alta, la Baja y la Central. En esta última -llamada también la Grande- estaban emplaza-[...]
(Ana María Matute: Fiesta al noroeste, Barcelona, ed. Destino, col Destinolibro, nº 106, 2ª ed. 1982, pág. 9)
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