LADRABAN los perros. Primero fue el mastín, bronco y pausado, quien lanzó el alerta. Después, fueron uniéndose a su desgarrado ulular los cortos y rabiosos chillidos de los perros de caza. ¡Condenados! Algún pobre que llamaba a la puerta, o quizás otro perro que pasaba por la corredoira, al otro lado de la tapia. El año anterior ladraron lo mismo cuando ventearon la vaca muerta; desde entonces colgáronles a todas el unicornio contra los maleficios del aojo. Y ahora, ¿qué sucedía?
-Ermitas - llamó Alvaro.
Apagaban su voz los furiosos ladridos. "Pistolas", a sus pies, enderezó las puntiagudas orejas negras. Ladeando la fina cabeza, tendió el hocico.
--¡Quieto, "Pistolas"! ¡"Pistolas"...!
Ya estaba fuera de su alcance. Escuchaba la rápida carrera del perdiguero, pasillo adelante, respondiendo a los otros ladridos con el suyo.
-¡ Er-mi-tas! - volvió a llamar.
Dejó la pluma sobre la escribanía. Se levantó. Según iba acercándose a la solana llegaban a él voces airadas, violentas. Parecía que se hubiera congregado a la entrada todo el personal de la finca. No lo comprendía: a estas horas, mozas y mozos deberían estar trabajando en la era y no gritando allí, en la parte de atrás, frente al camino viejo. Álvaro se acodó en la barandilla de la solana. Cuando por fas, cuando por nefas, siempre andaban armando revuelo aquellas gentes. ¡Maldito alboroto! Frente a las cuadras, a la izquierda de la casa, se agitaban las mujeres, desmelenadas e iracundas. En los establos las vacas se apretaban, enracimándose, a la puerta. ¡Malditas vacas!
Sonrió, socarrón; a ver ahora de qué les había servido[...]
(Elena Quiroga: Viento del norte, Barcelona, Ed. Destino, col. Destinolibro, nº 198, 1983, pág. 9)
No hay comentarios:
Publicar un comentario