Según tengo entendido mis padres se aparearon muy lejos ya del edén. Fui engendrado a pleno sol en medio del desierto y luego nací una noche de luna llena bajo un sicomoro. Mi llegada a este mundo fue coreada por los gritos y aplausos de una mona babuina mientras mi madre, a tientas en la oscuridad, se partía el cordón con los dientes. Ella tuvo que esperar a que amaneciera para verme el rostro y con la primera luz del día descubrió que yo traía una marca sagrada en la frente, un cero grabado entre las cejas. No supo interpretar esa señal, pero sin dudar nada me impuso el nombre de Caín, que en la lengua del desierto significa vida. D también: estoy vivo y soy forjador.
Los pechos de mi madre, que unas veces sabían a carne de lagarto y otras a leche de pitera, me amamantaron a lo largo de sucesivas sombras del camino. Los recuerdo en el subconsciente desbridados y cubiertos de polvo, cruzados por unas venas hondas como, ríos azules que venían a dar en mi hocico crispado. Aquellos manantiales me llenan de humedad todavía la memoria. Cuando se agotaron, mi madre me destetó untándose los pezones con una pasta de ceniza y a partir de ese momento comencé a alimentarme de raíces, de los frutos que deparaba el azar, de reptiles benignos, de cualquier producto de la caza o de la imaginación y, sobre todo, de mi propia hambre. Desde muy niño me nutrió la espiritualidad de la sequía. Mis padres, que ya llevaban mucho tiempo extraviados en el laberinto de arena con el cráneo
(Manuel Vicent: Balada de Caín, Barcelona, ed. Destino, col. Áncora y Delfín, nº 603, 7ª ed., 1987, pág. 7)