1
Cautiva la mirada, absorto en los destellos fugaces que las lámparas arrancaban a la roja intensidad del vino, don Gumersindo fingía un pudoroso interés frente al discurso en que el ontólogo de Andarón vertía profusas alabanzas, desmesurados méritos. Antes había leído, entre aplausos, ohes de asombro y comentarios al margen, los numerosos telegramas de adhesión enviados desde los más diversos puntos y por los más insospechados remitentes, en su mayoría antiguos alumnos que habían alcanzado cátedras, subsecretarías, escaños, o entrevisto un huequecito, al servicio de la ONU, en el apartamento nebuloso de ordinales avenidas neoyorquinas. Especial sorpresa produjo, sin duda, tanto o más que por el contenido por el renombre que lo firmaba, el enviado por el escritor Saúl Olúas, cuyo enigmático texto rezaba sólo: «Sum summus mus». Después se adelantó Ramiro A. Espinosa, el vate de Murania, para declamar una encendida loa, sazonada de adjetivos explosivos, magnánimos y esdrújulos. Durante los minutos que se prolongó el recitado, acosado por la pródiga impiedad de los endecasílabos, el profesor se removió esquivo en su asiento, en ascuas, no ya por el fuego de los versos o por la llama viva de sus epítetos, ni siquiera porque lo embargara alguna emoción arrebatada, sino por el temor innoble, probablemente injusto, de que, en consonancia con la circunstancia gerundiva de su nombre, le endilgara como elogio el adjetivo «lindo». «Poeta, haz versos, pero no odas», dijo en voz baja para regocijo de los flancos comensales. No se confirmaron las sospechas, sin embargo. La intervención venturosa de las musas, de Erato, sin duda, y de Melpómene, impuso la presencia rotunda del verbo «brindar» en celebrado epifonema:
Yo levanto mi copa, amigos. Brindo
por usted, profesor, don Gumersindo.
(Gonzalo Hidalgo Bayal: El espíritu áspero, Barcelona, ed. Tusquets, col. Andanzas, nº 685, 1ª ed., 2009, pág. 11)
No hay comentarios:
Publicar un comentario